Con la llegada del equinoccio de primavera empieza una nueva estación en el hemisferio norte. Las temperaturas aumentan, salimos más a pasear o sentarnos en una terraza a tomar algo refrescante y empiezan a apetecer esos gazpachos que aparte de hidratarnos y ser un completo alimento son bendita medicina. De ellos nos va a hablar hoy en GastroTraveler nuestra firma invitada Juan Pedro Plaza y nos va a contar sus orígenes, la influencia del Descubrimiento de América, algunas de las sopas frías extremeñas… pero lo mejor es que me deje de enrollar y que Juan Pedro nos lo cuente.
Texto | Juan Pedro Plaza Carabantes
Nacido como comida o bebida, como bebida o comida, que nunca estuvo muy clara su condición, pero creado para la subsistencia, porque lo que se pretendía con él era combatir los ardores estivales de los campesinos, alimentándolos al mismo tiempo. Del menú humilde de la siega, de la era sofocante, al plato presente en los más importantes restaurantes de muchas cocinas mundiales, hay todo un increíble recorrido, que voy a intentar explicar.
Poco se conoce de su origen: Unos dicen que procede del portugués “caspacho”, fragmentos, residuos, retales de comida. Así lo atestigua, también, J. Corominas en su “Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana” y el gran Covarrubias. Otros, por el contrario, lo atribuyen a los moriscos que eran muy aficionados a majar y machacar los ingredientes. Gazpacho significa, a mi entender, batiburrillo, revoltijo, sin excesivo orden ni mucho método… aunque haya que cumplir unas rígidas y sencillas reglas, para no hacer cualquier cosa que no sea un buen gazpacho. Otros, todavía, dicen que debe ser un plato prehistórico, porque en él apenas se utilizan manteles, platos ni casi cubiertos.
Tampoco vamos a dedicarle un estudio antropológico o histórico; o si es o no andaluz, o si ya venía tras los pastores de la Mesta o las soldadescas que iban avanzando por la vieja Hispania para expulsar a los árabes.
Lo cierto es que, sobre la vieja piel de toro ibérica, han pasado, han combatido y, rara vez, se han entendido pueblos de diversas procedencias. En esta tierra, en la que tan a gusto se encontraron, dejaron sus descendencias mestizas, sus costumbres, sus modos de cocinar; como un anticipo de esa fusión que, hoy, sigue presente entre nosotros.
Todos ellos hubieron de soportar nuestros rigores climáticos, los que nosotros aguantamos ahora, con muchos más medios para defendernos. Y tuvieron que ingeniárselas para comer en esos tórridos días en los que nada apetece, pero en los que la vida debe seguir; en los que es tan necesario mantener el delicado equilibrio del agua en nuestro mortal cuerpo.
Y se inventó el gazpacho. No de una vez, como un gran “big bang o eureka” gastronómico; sino poco a poco, con ingredientes locales y estacionales, que les hace ser diferentes, distintos, diversos. Como lo son platos extremeños de la cocina de la subsistencia, como la macarraca, sopa con agua fría, buen chorro de aceite de oliva y pan migado a grandes trozos; como la masmarria, parecida al ajo blanco, pero sin agua; o los refrescantes cojondongo o el de poleo… buena prueba de la simplificación de los gazpachos extremeños.
En la intrahistoria del gazpacho se distinguen, a mi entender, dos partes muy diferenciadas: Antes y después del descubrimiento de América.
En el antes, se realizaría en forma parecida al que se sigue haciendo en las comarcas de La Serena y La Siberia, con el nombre de ajo blanco. En su composición intervienen huevos, ajos, miga de pan, buen aceite de oliva, vinagre de buen vino, sal y agua fresca. O sea, a lo que me refería antes, productos locales sabiamente mezclados y trabajados, sin las prisas modernas. También se llama ajo blanco al malagueño, con la diferencia que la pasta se hace aprovechando el poder emulsionante de almendras bien molidas; porque de lo que se trata en ambos en conseguir una pasta fina y suave, ni demasiado espesa ni demasiado clara.
La diferencia histórica, y de sabor y color, con estas casi primitivas sopas frías, la marca el tomate. Mucho se habla de la conveniencia, o no, de lo que se ha dado en llamar conquista de América. El caso es que, gracias a ella, tomates, pimientos, cacahuetes, pavos, judías y otras legumbres, patatas, cacao… pasaron a formar parte de la pobre y aburrida dieta europea.
La sabiduría popular -o el hambre, que aguza la imaginación- fue capaz de unir, de fusionar, lo tradicional con lo novedoso venido allende los mares, con ese tomate americano que aportó perfume, olor, color, humedad y un sabor totalmente distinto; para conseguir un plato esencial en nuestra gastronomía. Un plato que tuvo, tiene y tendrá un perfecto maridaje con la española tortilla de patatas.
Fundamental el tomate. Pero no menos importante los otros ingredientes con los que se realiza un buen gazpacho. Aceites de oliva virgen extra de la Sierra de Gata, de Monterrubio de la Serena, La Nava de Santiago, Navalvillar de Pela, las Villuercas… El vinagre, antes de “vino torcío”, ahora de innumerables variedades comerciales que nada aportan, si no es de buen vino viejo, como los de jerez. El ajo, de Aceuchal o no, aporta el sabor picante y todas sus cualidades medicinales. El agua, fresca y no helada a baja temperatura como nos gusta ahora, enmascarando sabores y olores del gazpacho. El pan -¡ay! el maldito pan actual con el que nos castigan por nuestros muchos pecados-, que debería ser de buena masa, ya asentado del día anterior. Y el tomate, maduro, húmedo, gustoso.
Todos estos ingredientes componen un potente y nutritivo plato (sabían que, deshidratado y en grageas, forma parte de la dieta de los astronautas, ¡quién se lo iba a decir al humilde gazpacho!). Un plato isotónico, ahora que tan de moda están las bebidas isotónicas para los deportistas, porque no hay otro plato que aporte tantas vitaminas y minerales y ayude a contener el colesterol bueno, gracias al aceite de oliva virgen extra; ideal para niños, para grandes esfuerzos de trabajos físicos, para todos, para todos.
Hay gazpachos de verano. Pero, también, los hay de invierno, como la cachorreña a base de huevos fritos, ajos asados en el brasero, tomates picados y agua tibia… para resucitar los ateridos cuerpos.
Hay gazpachos de “pobres”, pero los hay de “ricos”, quitando burlones comentarios. Cuando era posible, al gazpacho se le engalanaba con aditamentos generosos: Perdiz, conejo, liebre… asados y desmenuzados; tasajos de jabalí o ciervo; pechuga de pollo, magro de cerdo, jamón, queso curado de oveja, uvas, melón… para reponerse, ahora a cuerpo de rey, del duro trabajo.
Eran gazpacho familiares, de fiesta con los amigos; gustosos, sabrosos, elaborados en un dornillo o barreña de encina, olivo o fresno; del que eran tan difícil separarse que hubo que inventar la fórmula, usada todavía, de “cuchará y paso atrás”.
Que les aproveche.
Juan Pedro Plaza Carabantes
Presidente de la Asociación de Periodistas y Escritores de Turismo de Extremadura (APETEX), ha sido miembro de la Academia Extremeña de Gastronomía (AEXG) y Gerente del Patronato Provincial de Turismo de la Diputación de Badajoz, Inspector de la guía Gourmetour durante 12 años. Actualmente tiene su propio blog de viajes y gastronomía: Viajes & Food.